Soy conductor de algo parecido a un programa de radio, en una pequeña emisora perdida en el desierto patagónico.
Hace unos días -en un espacio del programa en el que difundimos tres temas de un mismo intérprete con su biografía- se nos ocurrió poner a Piazzolla. Y como los ignorantes no tenemos otro remedio que buscar e investigar para luego poder hablar, tuvimos que poner manos a la obra y leer sobre el genio del bandoneón.
Luego de deleitarnos con el talentoso Astor, nos llovieron las llamadas criticando al músico. Y aquí la reflexión (si es que se le puede llamar así).
¿Tan complicado es que nos dejemos llevar por el oído y disfrutar el arte sin importar en qué casillero está? ¿Tan grande es el pecado de llamarle tango a una música que nos suena a Río de la Plata, a Buenos Aires y que nos pinta una luz mortecina de un farol y un empedrado brilloso por la garúa?
Me parece que con esto de los encasillamientos, el árbol nos tapa el bosque. Nos privamos de lo más importante del arte: disfrutar, gozar, dejar que nuestra sensibilidad nos diga que nos gusta o no, más allá de los rótulos.
¿Y quién inventó las casillas que encierran un género? ¿No habrán sido los intereses económicos por aquello de que dividiendo se reina? Así discutimos durante años sobre los Trovadores, los Huanca Huá, y tantos otros grupos vocales que nos mostraban matices nuevos para la época, pero que dejamos pasar porque "eso no es folklore, ésos son unos locos a los gritos". El arte rompe todas las fronteras.
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